Soy Sheila
Soy Sheila Silva.
Crecí entre accesos y escaleras siendo hija del medio de tres.
Hace 17 veranos que soy compañera de Kike. Juntos, entre maíz con
azúcar de la olla pochoclera y saquitos de té de tilo, construimos una familia
de seis.
A veces soy alguien que huele a seguridad y que se anima a hacer muchas
cosas, a veces solo me detengo porque me invade el aroma de “a dónde me
metí”.
Soy mujer, soy profe, samiguera y mamá.
Soy limonero del fondo de casa y budín casero marmolado, el mismo que
realizaba mi vieja en los 90.
Soy repelente de pediculosis y chocolatada de la merienda acompañada
por los cuadernos de tareas.
Y en el Taller La Cachirula, soy feliz cuando puedo convertir una
consigna de Marce en un cuento.
Participé en las antologías Plural,
Casa libro y En la tarde, poesía.
Abuela
Pocha – Sheila Silva
A la abuela Pocha se la tragó la tierra.
Esa tarde lo repetí más de diez veces.
La casa de la abuela era mi refugio. Con
ella todos los días aprendía algo. Por ejemplo que sin electricidad, se pueden
hacer muchas cosas. Solo había dos electrodomésticos allí que se enchufaban. La
heladera y una tele que ya no funcionaba.
Solía jugar con la antena de su radio,
me gustaba que hacía grande y chiquita. Usaba unas pilas enormes como las de la
linterna de metal que encendía en la noche. Porque ella no tenía velador. Los
panqueques los hacía batiendo con dos tenedores juntos y cosía con una máquina
a pedal.
La abuela en época de clases, me recibía
al medio día cuando el micro de la escuela me dejaba en su puerta. En el verano, muchas veces me despertaba en
su cama cuando papá y mamá me dejaban para ir a trabajar.
Yo siempre estaba con ella, pero a
veces, me decía que sentía sola.
Cortábamos el pasto juntas. Con una
máquina pesada que parecía funcionar a fricción. Como esos autos de juguete.
Un día mientras la ayudaba a juntar las
hojas secas del fondo me empezó a hablar de Don Julio.
Después lo conocí haciendo las compras
en el almacén de la esquina. A veces nos acompañaba hasta la casa de la abuela
para ayudarnos con las bolsas. No sé por qué la Abu no llevaba su carrito para
evitar que el pobre Don Julio cargue todo el peso.
Esa tarde cuando llegó mamá a buscarme y
me encontró sola haciendo la tarea, no tardó en alarmarse.
Respondí enseguida: “A la abuela se la
tragó la tierra. Acompañame al fondo que te muestro ma”.
Un rato después, ya había varios vecinos
dando vueltas por la casa. Mamá los había llamado para ver si sabían algo de la
abuela.
Todos se sumaban al misterio. Algunos
miraban el surco de tierra removida desde lejos. Otros pisaban con desconfianza
el pasto. Después, un vecino vino con una pala y empezó a cavar.
En cuestión de minutos lo confirmaron.
“No hay nada” dijeron. Exactamente nada. La misma palabra que había usado la
abuela antes de salir a pasear a
escondidas con Don Julio.
“Si preguntan por mí”, dijo la Abu, “vos
no cuentes nada. Solo decí que a la abuela se la tragó la tierra.”
Así que cuando salió de la casa, tomé la máquina de cortar el pasto y la pasé
hacia adelante y atrás muchas muchas veces… sobre una misma línea. Hasta dejar
un surco. Imaginé que lo primero que iban a mirar, era el lugar donde la tierra
se había abierto y tragado a la abuela.
Ella me enseñó muchas cosas… pero sobre
todo a guardar un secreto. Tan profundo como si se escondiera debajo de la
tierra.
Taller
Literario La Cachirula
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